Padres Fundadores: Gordon Craig (la película)
Ese es el mundo en el que va a crecer Gordon Craig, porque, casi se me olvidaba, Ellen Terry fue su madre. Hijo ilegítimo: su padre se llamaba Edward Goodwin, arquitecto y escenógrafo del Lyceum, y uno de los bohemios más reputados de su tiempo.
Veríamos al pequeño Craig correteando por los pasillos del Lyceum, rastreando túneles y trampillas, jugando con los fastuosos trajes y contemplando, desde un palco o entre cajas, a Irving y Terry interpretando a Shylock y Porcia: contagiándose para siempre del virus teatral, en una palabra. Una infección precocísima, porque Craig debuta como actor a los seis y a los trece ya gira por América con la compañía. Estuvo ocho años con ellos y a los veintitrés, tras interpretar a Hamlet y a Romeo, y cuando todo el mundo le auguraba un inmenso porvenir, abandonó la actuación de la noche a la mañana: “Lo único que hacía”, dijo, “era copiar el estilo de Irving, un estilo que soy incapaz de superar”.
La megalomanía y el genio de Irving, su padre espiritual, asoman pronto. En 1899, Craig debuta como director con una comentadísima producción de Dido y Eneas de Purcell. No era para menos: había ochenta intérpretes en escena y los ensayos duraron ocho meses. Se encargó de la puesta en escena, la coreografía, la escenografía y la iluminación. Diseñó un decorado revolucionario con paneles deslizantes, sustituyó las candilejas por focos cenitales y reivindicó la figura del director como unificador de todos los elementos escénicos, que para él eran seis: texto, actuación, música, luz, color y movimiento. Enorme éxito artístico, absoluta debacle económica.
Para dar a conocer su ideario, Craig funda ese mismo año la revista The Page, a la que seguirá The Mask, que sostiene, con diversos eclipses y resurrecciones (es decir, gracias a diversos mecenas) de 1908 a 1929. En 1903, la benemérita Ellen Terry le abre las puertas del Imperial y le financia dos montajes, Mucho ruido para nada, de Shakespeare, y Los vikingos, de Ibsen, que casi la llevan a la ruina.
El arte del teatro, estructurado en varios debates entre un director y un espectador, a la manera de Wilde, y complementado por media docena de ensayos, es una mezcla de memoria teatral y manifiesto incendiado, que a ratos provoca incomodidad por sus estallidos misóginos y su irritante altanería, pero acaba seduciendo por su franqueza y su sentido común. Si aceptamos esa casi constante desmesura que es una de las marcas de fábrica del personaje, descubriremos a un hombre que vive (y se desvive) por y para el teatro, que defiende el conocimiento artesanal del oficio, el aprendizaje peldaño a peldaño, y al mismo tiempo insta al joven aspirante a actor, escenógrafo o director a no aceptar las ideas recibidas, a luchar por un teatro nuevo. Es, en definitiva, un texto desbordante de intuiciones, análisis y propuestas, desde sus nuevas concepciones de la escenografía hasta su voluntad de recuperar los orígenes rituales del teatro: se comprende perfectamente que influyera tanto al joven Peter Brook. Y se comprende también que la carestía y novedad de sus propuestas y lo espinoso de su carácter, con el “contra todo y contra todos” como divisa, le llevara a salir por pies de Inglaterra.
Intermedio. Cortina de gasa. Esmerado servicio de bar.
Comienza la segunda parte de la película: el director alemán Otto Brahm le abre las puertas del Deutsches Theater de Berlín. Trabaja también con el joven Max Reinhart, con Eleonora Duse y con Isadora Duncan, que se convierte en su amante y en 1908 le presenta a Stanislavski: son años de grandes encuentros, grandes pasiones y grandes personajes, exploradores de un nuevo mundo en el que todo está por inventar. Un nuevo tren avanza ahora bajo una tormenta de nieve. Fascinado por sus teorías, Stanislavski le ha encargado un Hamlet que daría para otra película dentro de la película – o para una película entera. Quizás David Lean, tan aficionado a las metáforas ferroviarias, utilizaría aquí la imagen de dos trenes avanzando en direcciones opuestas: Craig postula la estilización abstracta mientras Stanislawski defiende la motivación psicológica, aunque ambos creen firmemente en una visión artística que unifique todos los elementos de la puesta. Craig propone un montaje en clave onírica, en el que todo lo que sucede estaría contemplado (y deformado) por la mirada de Hamlet, y diseña unos enormes paneles que modifican el tamaño y la forma del escenario a cada nuevo cuadro para transmitir la claustrofobia de Elsinor y el creciente acorralamiento del protagonista.
Nueva colaboración estelar en el reparto: el personaje de Gertrudis corre a cargo de Olga Knipper, la última compañera de Chejov, y una de las grandes estrellas del Teatro de Arte. Entre discusiones inflamadas que podían durar semanas, enfrentamientos, reconciliaciones y retrasos debidos a las muchas dificultades del enorme proyecto, el Hamlet de Stanislawski y Gordon Craig tarda cuatro años en ver la luz: de octubre de 1908 hasta enero de 1912. Fue recibida gélidamente en Rusia, pero cimentó el prestigio europeo del Teatro de Arte, influenció a Meyerhold y Eisenstein, y todavía se estudia hoy en las escuelas de escenografía.
En 1928, agobiado por las deudas, rompe su juramento y se traslada a Nueva York. George Tyler le ha llamado para hacerse cargo de la escenografía y el vestuario de Macbeth. La “aventura americana” es un desastre. Descubre que casi nadie conoce sus trabajos anteriores (la prensa habla de él como “el hijo de Ellen Terry” o le presentan como un inglés excéntrico) y su enfrentamiento con Tyler es casi instantáneo, hasta el punto que acaba firmando con las iniciales C.P.B (“Craig Pot-Boiler”, término que alude a los trabajos meramente alimenticios). En 1929, The Mask echa el cierre definitivo.
El resto es silencio, un vasto silencio de casi cuarenta años.
En 1931 publica una evocación de la vida y obra de su madre, Ellen Terry and Her Secret Self; en 1957 entrega sus memorias de juventud, Index to the Story of my Days: Some Memoirs of Edward Gordon Craig (1872-1907). Se ha convertido en un desaparecido, un vestigio del pasado, un ermitaño. Lo único que se sabe de él es que vive en Francia y se dedica a la investigación teatral. Un día de 1966 aparece la noticia de su muerte en Saint Paul de Vence, a los 94 años.
¿Qué hace Craig en esa habitación casi beckettiana? “Estudia, escribe, dibuja, devora catálogos de libros, colecciona ignotas farsas victorianas, encuadernándolas con extrañas y hermosas tapas que él mismo diseña. Está escribiendo una obra, Drama for Fools: 365 escenas para marionetas, para la cual ha diseñado también la escenografía y el vestuario, iluminados con bellos colores. Unos dibujos, igualmente inmaculados, muestran como construir los escenarios, cómo desplazar las cuerdas de las marionetas a través de las puertas, en cada entrada y salida de escena. Continuamente revisa lo escrito, cambia una palabra aquí, un punto y coma allá. Quizás nunca nadie lo lea, quizá nunca nadie lo ponga en escena, pero quiere que su trabajo sea perfecto. Un instante después ya está soñando con una nueva puesta en escena de La tempestad o de Macbeth, y empieza a esbozar algunas notas. Se suele decir que el sacerdote que guarda la llama oculta es aquel gracias a quien sigue viva la religión. El teatro tiene muy pocos sabios, y son muy escasos aquellos que defienden celosamente sus ideales. Honor y gloria a Gordon Craig”.
El final de la película es su principio. Verano. Un hombre increíblemente viejo, vestido con un traje blanco de lino y cubierto con un Panamá de alas caídas, camina lentamente por una empinada cuesta, entre ciclistas, muchachas en bikini, bullicio veraniego. El joven Peter Brook se le acerca.
“¿Mr. Craig, I presume?”
Y Gordon Craig, sentado bajo el emparrado de una taberna, comienza a contarle la historia de su vida.
Nota: En 2009, La Casa Encendida presentó una estupenda exposición sobre Gordon Craig bajo el título de El espacio como espectáculo.
El departamento de publicaciones de la Asociación de Directores de Teatro de España, que dirige Juan Antonio Hormigón, ha editado dos espléndidos volumenes con su obra teórica, en un gran trabajo de Manuel F. Vieites. El primero, Escritos sobre teatro I, comprende El arte del teatro y Hacia un nuevo teatro. El segundo, Escritos sobre teatro II, recientemente aparecido, contiene los textos Un teatro vivo y El teatro en marcha (recopilaciones de artículos y ensayos publicados en The Mask), y un etsto más breve, Escena, que condensa su ideario en torno al “nuevo teatro” por el que tanto luchó.