jueves, 21 de junio de 2012

Padres Fundadores: Gordon Craig (la película)

Por: | 21 de junio de 2012

Gordon_Craig¿A nadie se le ha ocurrido nunca hacer una película sobre Edward Gordon Craig? No, que yo sepa. James Fox interpretó su personaje en Isadora (1968), de Karel Reisz, pero su recuerdo es fugaz: Vanessa Redgrave ocupa todo el espacio en la memoria. David Lean hubiera sido el director ideal para esa superproducción. Tres horas como mínimo, e intermedio con cortina de gasa (en los mejores cines). No empezaría con Gordon Craig, todavía no. Comenzaría con un tren, un enorme y lujoso tren victoriano, el tren cargado de decorados y utilería con el que Henry Irving, el actor y director más importante de su época, salía de gira por Inglaterra. Irving llenaba el escenario del Lyceum con ejércitos de figurantes, contaba con una gran orquesta para subrayar los crescendos (líricos o dramáticos) y ponía en escena tres o cuatro obras por semana.  Sus espectáculos, apabullantes y operísticos, anticiparon las superproducciones de Cecil B. De Mille. Alcanzó éxitos extraordinarios: su montaje de El mercader de Venecia, en 1879, llegó a las 250 representaciones, y fue el primer actor que obtuvo el tratamiento de Sir. En esa primera parte de la historia conoceríamos también a su archirrival, Herbert Beerbohm Tree, que encargaba los decorados del Haymarket al cotizadísimo Lawrence Alma-Tadema, y en la escena de la coronación de Enrique VIII hizo que el monarca entrara a caballo en escena aclamado por quinientos londinenses: eran soldados a los que pagaba un chelín por noche. No nos olvidemos de un secundario interesante: se llama Bram Stoker, es el regidor del Lyceum y luego socio de Irving, al que considera inhumano y tiránico, por lo cual se vengará dándole sus rasgos físicos y psicológicos al personaje de Drácula, la novela que escribe a escondidas de todos.

Ellen Terry, hacia 1880El gran personaje femenino sería, sin duda, la primera actriz de Irving, la no menos legendaria Ellen Terry, tan popular y aclamada como Sarah Siddons en su tiempo, y cuya vida amorosa anticipó el perfil legendario de las estrellas de Hollywood. Se casó cuatro veces, algo insólito en la época victoriana, y tuvo una dilatadísima carrera, en la que cubrió toda la gama de las heroínas de Shakespeare: fue Ofelia, Beatriz, Desdémona, Viola, Lady Macbeth, Cordelia, Imogen, Volumnia y Porcia. Debutó con Charles Kean, siguió con Irving, le “traicionó” con Beerbohm Tree, fue empresaria del Imperial y se retiró a los setenta años, en 1919, interpretando a la nodriza de Romeo y Julieta.
Ese es el mundo en el que va a crecer Gordon Craig, porque, casi se me olvidaba, Ellen Terry fue su madre. Hijo ilegítimo: su padre se llamaba Edward Goodwin, arquitecto y escenógrafo del Lyceum, y uno de los bohemios más reputados de su tiempo.
Veríamos al pequeño Craig correteando por los pasillos del Lyceum, rastreando túneles y trampillas, jugando con los fastuosos trajes y contemplando, desde un palco o entre cajas, a Irving y Terry interpretando a Shylock y Porcia: contagiándose para siempre del virus teatral, en una palabra. Una infección precocísima, porque Craig debuta como actor a los seis y a los trece ya gira por América con la compañía. Estuvo ocho años con ellos y a los veintitrés, tras interpretar a Hamlet y a Romeo, y cuando todo el mundo le auguraba un inmenso porvenir, abandonó la actuación de la noche a la mañana: “Lo único que hacía”, dijo, “era copiar el estilo de Irving, un estilo que soy incapaz de superar”.

Gordon Craig en Cymbeline, de ShakespeareAdvertiríamos la huella de Ellen Terry en su pasión escénica, pero también en su intensa vida sentimental: en 1893, Craig se casa con May Gibson, con la que tiene cuatro hijos: Rosemary, Robin, Peter y Philip. Con su amante, Elena Meo, tendrá dos más, Nelly y Edward Carrick (que seguirá sus pasos: fue uno de los directores artísticos más prolíficos del cine inglés). Con Isadora Duncan, una hija, Deirdre, que muere ahogada a los siete años. De su relación con la escritora Dorothy Nevile Lees nace un hijo, David Lees, uno de los grandes fotógrafos de la revista Life.
La megalomanía y el genio de Irving, su padre espiritual, asoman pronto. En 1899, Craig debuta como director con una comentadísima producción de Dido y Eneas de Purcell. No era para menos: había ochenta intérpretes en escena y los ensayos duraron ocho meses. Se encargó de la puesta en escena, la coreografía, la escenografía y la iluminación. Diseñó un decorado revolucionario con paneles deslizantes, sustituyó las candilejas por focos cenitales y reivindicó la figura del director como unificador de todos los elementos escénicos, que para él eran seis: texto, actuación, música, luz, color y movimiento. Enorme éxito artístico, absoluta debacle económica.
Para dar a conocer su ideario, Craig funda ese mismo año la revista The Page, a la que seguirá The Mask, que sostiene, con diversos eclipses y resurrecciones (es decir, gracias a diversos mecenas) de 1908 a 1929. En 1903, la benemérita Ellen Terry le abre las puertas del Imperial y le financia dos montajes, Mucho ruido para nada, de Shakespeare, y Los vikingos, de Ibsen, que casi la llevan a la ruina.

The Art of TheatreEn 1905, Craig publica El arte del teatro, que le vale acusaciones de resentido, pirado y ególatra. Algunas de sus afirmaciones más radicales, como la de que las obras de Shakespeare se hicieron para ser leídas y no representadas, han de entenderse en su calidad de lamento desesperado y furioso ante el creciente convencionalismo de la escena inglesa de principios del XX. Así, en su libro abomina de los textos del Bardo mutilados (o momificados) por actores y directores, hecho que atribuye al miedo a no saber cómo abordarlos; defiende la “unidad, indivisibilidad e inviolabilidad” de sus obras y, pese a la aparente repulsa inicial, acaba afirmando: “Podemos representar una obra completa de Shakespeare en una tarde, como se hacía en su época, siempre que los cambios de decorado no sean tan ridículamente complicados que necesiten veinte minutos de entreacto, y que los actores no remasquen tanto las sílabas y logren acostumbrar su cerebro a pensar más aprisa. Esta manera lenta de decir los versos provoca que el público no los soporte. En sus obras abundan las escenas apasionadas y de una sorprendente vivacidad, y aquí las representamos de una forma lenta y lánguida, sin expresar nunca la urgencia de la pasión. Parece que olvidemos que la pasión es una forma de locura, y ellos la abordan con voz de juez o de matemático. ¡Habría que expulsar de los teatros a todos esos actores pausados y cansinos!”. Más claro, imposible.
El arte del teatro, estructurado en varios debates entre un director y un espectador, a la manera de Wilde, y complementado por media docena de ensayos, es una mezcla de memoria teatral y manifiesto incendiado, que a ratos provoca incomodidad por sus estallidos misóginos y su irritante altanería, pero acaba seduciendo por su franqueza y su sentido común. Si aceptamos esa casi constante desmesura que es una de las marcas de fábrica del personaje, descubriremos a un hombre que vive (y se desvive) por y para el teatro, que defiende el conocimiento artesanal del oficio, el aprendizaje peldaño a peldaño, y al mismo tiempo insta al joven aspirante a actor, escenógrafo o director a no aceptar las ideas recibidas, a luchar por un teatro nuevo. Es, en definitiva, un texto desbordante de intuiciones, análisis y propuestas, desde sus nuevas concepciones de la escenografía hasta su voluntad de recuperar los orígenes rituales del teatro: se comprende perfectamente que influyera tanto al joven Peter Brook. Y se comprende también que la carestía y novedad de sus propuestas y lo espinoso de su carácter, con el  “contra todo y contra todos” como divisa, le llevara a salir por pies de Inglaterra.
Intermedio. Cortina de gasa. Esmerado servicio de bar.

Craig design

Comienza la segunda parte de la película: el director alemán Otto Brahm le abre las puertas del Deutsches Theater de Berlín. Trabaja también con el joven Max Reinhart, con Eleonora Duse y con Isadora Duncan, que se convierte en su amante y en 1908 le presenta a Stanislavski: son años de grandes encuentros, grandes pasiones y grandes personajes, exploradores de un nuevo mundo en el que todo está por inventar. Un nuevo tren avanza ahora bajo una tormenta de nieve. Fascinado por sus teorías, Stanislavski le ha encargado un Hamlet que daría para otra película dentro de la película – o para una película entera. Quizás David Lean, tan aficionado a las metáforas ferroviarias, utilizaría aquí la imagen de dos trenes avanzando en direcciones opuestas: Craig postula la estilización abstracta mientras Stanislawski defiende la motivación psicológica, aunque ambos creen firmemente en una visión artística que unifique todos los elementos de la puesta. Craig propone un montaje en clave onírica, en el que todo lo que sucede estaría contemplado (y deformado) por la mirada de Hamlet, y diseña unos enormes paneles  que modifican el tamaño y la forma del escenario a cada nuevo cuadro para transmitir la claustrofobia de Elsinor y el creciente acorralamiento del protagonista.
Nueva colaboración estelar en el reparto: el personaje de Gertrudis corre a cargo de Olga Knipper, la última compañera de Chejov, y una de las grandes estrellas del Teatro de Arte. Entre discusiones inflamadas que podían durar semanas, enfrentamientos, reconciliaciones y retrasos debidos a las muchas dificultades del enorme proyecto, el Hamlet de Stanislawski y Gordon Craig tarda cuatro años en ver la luz: de octubre de 1908 hasta enero de 1912. Fue recibida gélidamente en Rusia, pero cimentó el prestigio europeo del Teatro de Arte, influenció a Meyerhold y Eisenstein, y todavía se estudia hoy en las escuelas de escenografía.

Boceto del Arena GoldoniDe Moscú saltamos a Florencia, donde el incansable Craig, con el patrocinio de Lord Howard de Walden, crea en 1913 la escuela de sus sueños: un centro de investigación teatral que levanta en el Arena Goldoni, un bellísimo teatro al aire libre de principios del XIX. El estallido de la guerra da al traste con el centro, que cierra sus puertas en 1915: apenas dos años ha durado su proyecto más querido. A partir de entonces su carrera entra en una fase de letargo con escasas resurrecciones públicas. En 1926 viaja a Copenhague para colaborar con Johannes y Adam Poulsen en el diseño de Los pretendientes de la corona, de Ibsen, y pone a Dios por testigo que no volverá a trabajar en un proyecto que no pueda controlar enteramente. En 1927 muere Isadora Duncan víctima de un accidente casi inverosímil: su echarpe se enreda en la rueda de su coche y le rompe el cuello.
En 1928, agobiado por las deudas, rompe su juramento y se traslada a Nueva York. George Tyler le ha llamado para hacerse cargo de la escenografía  y el vestuario de Macbeth. La “aventura americana” es un desastre. Descubre que casi nadie conoce sus trabajos anteriores (la prensa habla de él como “el hijo de Ellen Terry” o le presentan como un inglés excéntrico) y su enfrentamiento con Tyler es casi instantáneo, hasta el punto que acaba firmando con las iniciales C.P.B (“Craig Pot-Boiler”, término que alude a los trabajos meramente alimenticios). En 1929, The Mask echa el cierre definitivo. 
El resto es silencio, un vasto silencio de casi cuarenta años.
En 1931 publica una evocación de la vida y obra de su madre, Ellen Terry and Her Secret Self; en 1957 entrega sus memorias de juventud, Index to the Story of my Days: Some Memoirs of Edward Gordon Craig (1872-1907). Se ha convertido en un desaparecido, un vestigio del pasado, un ermitaño. Lo único que se sabe de él es que vive en Francia y se dedica a la investigación teatral. Un día de 1966 aparece la noticia de su muerte en Saint Paul de Vence, a los 94 años.

Gordon Craig, ultimos añosEn Más allá del espacio vacío, Peter Brook narra un encuentro con él, en 1956. Describe una habitación diminuta, atestada de libros, paquetes de cartas (“A Duse”, “A Stanislawski”, “a Isadora Duncan”), y la pared cubierta de recortes de periódicos con observaciones escritas en lápiz rojo: “¡Estupideces!”, “¡Disparates!” o, muy de vez en cuando, “¡Por fin!”. Describe a un anciano malicioso “con piel de bebé, largo pelo blanco suelto, la cabeza levemente erguida a un lado como los muy sordos y un elegante corbatín. Cuando evoca su juventud, su mirada se enciende y con total excitación se pone en pie de un salto para mostrar, con vívida pantomima, como se ataba las botas Irving en The Bells o las alegres patadas al aire que daba al ver a su enemigo dirigiéndose hacia la guillotina en The Lyon Mail”.
¿Qué hace Craig en esa habitación casi beckettiana? “Estudia, escribe, dibuja, devora catálogos de libros, colecciona ignotas farsas victorianas, encuadernándolas con extrañas y hermosas tapas que él mismo diseña. Está escribiendo una obra, Drama for Fools: 365 escenas para marionetas, para la cual ha diseñado también la escenografía y el vestuario, iluminados con bellos colores. Unos dibujos, igualmente inmaculados, muestran como construir los escenarios, cómo desplazar las cuerdas de las marionetas a través de las puertas, en cada entrada y salida de escena. Continuamente revisa lo escrito, cambia una palabra aquí, un punto y coma allá. Quizás nunca nadie lo lea, quizá nunca nadie lo ponga en escena, pero quiere que su trabajo sea perfecto. Un instante después ya está soñando con una nueva puesta en escena de La tempestad o de Macbeth, y empieza a esbozar algunas notas. Se suele decir que el sacerdote que guarda la llama oculta es aquel gracias a quien sigue viva la religión. El teatro tiene muy pocos sabios, y son muy escasos aquellos que defienden celosamente sus ideales. Honor y gloria a Gordon Craig”.

El final de la película es su principio. Verano. Un hombre increíblemente viejo, vestido con un traje blanco de lino y cubierto con un Panamá de alas caídas, camina lentamente por una empinada cuesta, entre ciclistas, muchachas en bikini, bullicio veraniego. El joven Peter Brook se le acerca.
¿Mr. Craig, I presume?
Y Gordon Craig, sentado bajo el emparrado de una taberna, comienza a contarle la historia de su vida.

Nota: En 2009, La Casa Encendida presentó una estupenda exposición sobre Gordon Craig bajo el título de El espacio como espectáculo.
El departamento de publicaciones de la Asociación de Directores de Teatro de España, que dirige Juan Antonio Hormigón, ha editado dos espléndidos volumenes con su obra teórica, en un gran trabajo de Manuel F. Vieites. El primero, Escritos sobre teatro I, comprende El arte del teatro y Hacia un nuevo teatro. El segundo, Escritos sobre teatro II, recientemente aparecido, contiene los textos Un teatro vivo y El teatro en marcha (recopilaciones de artículos y ensayos publicados en The Mask), y  un etsto más breve, Escena, que condensa su ideario en torno al “nuevo teatro” por el que tanto luchó.

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